Nuestros enemigos necesitan de nuestro amor, y la
única manera de salvarlos es haciéndoles comprender que lo que hacen está mal.
La impunidad no puede ser una salida para los malvados. No hay que confundir
entre el perdón e impunidad.
El hombre que se encuentra ahora llevando
oficialmente las riendas de Venezuela ha permitido que bajo su gobierno las
fuerzas uniformadas le disparen a civiles en sus casas, y en las calles cuando
ejercían su derecho de hacer pública su opinión. Jóvenes que no portaban armas
están hoy presos, heridos o muertos. El mundo no puede permitir semejante
injusticia.
Esto no es un problema de los venezolanos, es un problema de todos. Si estas
criminales que han cometido asesinatos
en Venezuela salen sin enfrentar los tribunales, y esto incluye a
Nicolás Maduro, los uniformados y los
funcionarios en cualquiera de nuestros países, recibirán el mensaje que pueden
hacer lo mismo con idénticos resultados.
Esa es la razón por la que esto debe ser
una bandera de protesta y exigencia para todas las personas de buena voluntad.
Juan Pablo II lo explicó de una manera diáfana: “Un presupuesto esencial del perdón
y de la reconciliación es la justicia, que tiene su fundamento último en la ley
de Dios y en su designio de amor y de misericordia sobre la humanidad.
Entendida así, la justicia no se limita a establecer lo que es recto entre las
partes en conflicto, sino que tiende sobre todo a restablecer las relaciones
auténticas con Dios, consigo mismo y con los demás. Por tanto, no hay
contradicción alguna entre perdón y justicia. En efecto, el perdón no elimina
ni disminuye la exigencia de la reparación, que es propia de la justicia, sino
que trata de reintegrar tanto a las personas y los grupos en la sociedad, como a
los Estados en la comunidad de las Naciones. Ningún castigo debe ofender la
dignidad inalienable de quien ha obrado el mal. La puerta hacia el
arrepentimiento y la rehabilitación debe quedar siempre abierta” (Jornada
Mundial de la Paz, 1997)
El ser humano que por esas cosas de la vida esté en una posición de
servicio público, no puede ampararse de una idolología para aplastar a su
propio pueblo. Y cuando ese pueblo se rebela debe entender que debe irse. Al
fin y al cabo lo que todo el mundo siempre quiere es la paz.
Recordemos muy bien el mensaje de Juan Pablo II: “El compromiso a favor de la
Justicia debe estar íntimamente unido con el compromiso a favor de la paz en el
mundo contemporáneo” (Encíclica Laborem exercens (2), de 1981)
Oremos por la paz en Venezuela, pero sin justicia no puede haber paz.
Estela T.
Delgado