Voy a compartir una historia que algunos
catalogaran de fantasiosa, pero les aseguro que fue algo que personalmente
viví. Me he levantado hoy inspirada y
recordando aquellos emotivos momentos, por eso comparto lo que antes he dicho
solo a un poco de personas para evitar que me catalogaran de mentirosa o tal
vez ostentosa. Lo que les contaré es porque pienso que tal vez alguien que lea
el mensaje se puede beneficiar del mismo.
Aclaro que yo no crecí en la religión católica ni vinculada
a ninguna iglesia. Mi madre creía en Dios y era muy devota de Santa Bárbara y en
menor medida de San Lázaro y La Virgen de la Caridad del Cobre; y nos bautizó
casi a todas cuando éramos pequeñas. Yo no conocía nada de la Iglesia, y cuando
comencé a ir a la escuela comencé a recibir el mensaje, entregado a diversos
niveles según la edad, de que “la religión era el opio de los pueblos”. Más
tarde cuando comencé a discernir sin los arreos del gobierno llegué a la
conclusión que algo muy por encima de todo existía, que se llamaba Dios, y que
era hermoso. Sin embargo, como no tenía conocimientos teóricos y profundos no tenía
la suficiente fuerza para desatarme del trabajo del que dependía mi familia y
que exigía mostrar mi aprobación de la ideología del partido comunista.
Al llegar a España como exilada todos los que me
rodeaban eran católicos, cada vez que necesitaba una mano, ahí estaba un católico,
mi empleadora, era católica. Realmente no eran sólo católicos, eran excelentes
católicos. Eso resultó en tremendo empujón, y decidí aprender y me inscribí en
el catecismo para adultos. Era un grupo pequeño en el que había muchos
profesionales y mi catequista tenía un alto nivel cultural y de formación en la
fe, por lo que en ese ámbito presentábamos nuestras dudas, nuestras preguntas, trabajábamos
varios temas. Realmente fue un excelente curso.
Ese fue el marco donde me ocurrió lo que les
contaré. Estaba yo entre dormida y despierta, no lo puedo asegurar bien, cuando
empecé a pensar en lo que me había ocurrido aquel día, las cosas que había
hecho bien, las cosas con las que no estaba satisfecha de mí misma. Es lo que
yo sé ahora que los católicos llaman examen de conciencia, pero que yo lo había
comenzado a practicar desde Cuba cuando comencé mi relación con Dios. Y en ese
proceso me sentí vivamente en presencia del que yo pensé era el Papa Juan Pablo
II en confesión. Esa visión me despertó, temí que fuera soberbia, por lo que
pedí perdón por imaginar que era yo digna de que el Papa me confesara.
La semana siguiente era la Semana Santa. Asistí
con mi patrona a la misa en la Catedral de la Almudena donde se hacia el rito
penitencial comunitario. El templo estaba repleto y no había prácticamente un
lugar para nadie. A duras penas logramos exprimirnos en un banco para participar
en el evento. En la segunda parte las personas se distribuyeron en los diversos
confesionarios donde muchísimos sacerdotes estaban confesando.
Yo me quedé cuidando el puesto de mi patrona
mientras ella se confesaba, y cuando regresó ella cuido mi lugar y fui a
confesarme. Busqué la fila que me pareció menor. Al llegar mi momento me presenté
ante el sacerdote, mi corazón quiso explotar. Tenía frente a mí al sacerdote
que había visto en mis sueños, así lo sentí. Al escuchar sus consejos y sus
palabras el gozo de mi alma fue indescriptible. Por supuesto, ahí le cayó tiña.
Le dije que no quería perderlo, que necesitaba seguir en contacto y desde
entonces nos vimos al menos semanalmente.
El sacerdote Enrique Rexarch Morales, que Dios lo
tenga en su Santa Gloria fue mi guía espiritual y confesor todo el tiempo que
estuve en España y lo considero uno de los más grandes regalos que el Señor me
ha dado en mi vida. Lo recibí no por merecerlo, sino por la gran misericordia
de Dios.
El padre
Enrique servía como confesor en Fátima tres meses al año, era confesor de un
convento, y fue el confesor de un obispo o cardenal español, no recuerdo bien,
que estaba en proceso de beatificación. No tengo duda alguna que el Padre
Enrique esta hoy en el reino de Dios, porque con lo amante que era de la Virgen
María, ella nunca dejaría de pedirle a su Hijo por él. Cada gesto y palabra del
padre Enrique era de santidad. A sus más de ochenta años celebraba unas misas hermosas,
le llevaba a invidentes católicos semanalmente textos católicos que el mismo
grababa en una vieja grabadora, escribía sobre diversos temas de la fe, tenía
muchas personas que se confesaban con el regularmente, era imparable.
Yo he sido testigo que si hay hombres y mujeres
sinceros de corazón amoroso que se entregan con desprendimiento y dedicación al
servicio del Señor. Que Dios bendiga al padre Enrique y a todos los sacerdotes
y monjas. Ahora que nos acercamos a la semana mayor, la Semana Santa, ratifico
la certeza que Dios nos ama y vive con nosotros, que Jesús resucito y está
presente en el Sagrado Sacramento del altar.
Les deseo que vivan una profunda y renovadora
Semana Santa.
Estela Teresita Delgado
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