Saturday, April 8, 2017

Los regalos del Señor son inconmensurables


Voy a compartir una historia que algunos catalogaran de fantasiosa, pero les aseguro que fue algo que personalmente viví.  Me he levantado hoy inspirada y recordando aquellos emotivos momentos, por eso comparto lo que antes he dicho solo a un poco de personas para evitar que me catalogaran de mentirosa o tal vez ostentosa. Lo que les contaré es porque pienso que tal vez alguien que lea el mensaje se puede beneficiar del mismo.

Aclaro que yo no crecí en la religión católica ni vinculada a ninguna iglesia. Mi madre creía en Dios y era muy devota de Santa Bárbara y en menor medida de San Lázaro y La Virgen de la Caridad del Cobre; y nos bautizó casi a todas cuando éramos pequeñas. Yo no conocía nada de la Iglesia, y cuando comencé a ir a la escuela comencé a recibir el mensaje, entregado a diversos niveles según la edad, de que “la religión era el opio de los pueblos”. Más tarde cuando comencé a discernir sin los arreos del gobierno llegué a la conclusión que algo muy por encima de todo existía, que se llamaba Dios, y que era hermoso. Sin embargo, como no tenía conocimientos teóricos y profundos no tenía la suficiente fuerza para desatarme del trabajo del que dependía mi familia y que exigía mostrar mi aprobación de la ideología del partido comunista.

Al llegar a España como exilada todos los que me rodeaban eran católicos, cada vez que necesitaba una mano, ahí estaba un católico, mi empleadora, era católica. Realmente no eran sólo católicos, eran excelentes católicos. Eso resultó en tremendo empujón, y decidí aprender y me inscribí en el catecismo para adultos. Era un grupo pequeño en el que había muchos profesionales y mi catequista tenía un alto nivel cultural y de formación en la fe, por lo que en ese ámbito presentábamos nuestras dudas, nuestras preguntas, trabajábamos varios temas. Realmente fue un excelente curso.

Ese fue el marco donde me ocurrió lo que les contaré. Estaba yo entre dormida y despierta, no lo puedo asegurar bien, cuando empecé a pensar en lo que me había ocurrido aquel día, las cosas que había hecho bien, las cosas con las que no estaba satisfecha de mí misma. Es lo que yo sé ahora que los católicos llaman examen de conciencia, pero que yo lo había comenzado a practicar desde Cuba cuando comencé mi relación con Dios. Y en ese proceso me sentí vivamente en presencia del que yo pensé era el Papa Juan Pablo II en confesión. Esa visión me despertó, temí que fuera soberbia, por lo que pedí perdón por imaginar que era yo digna de que el Papa me confesara.

La semana siguiente era la Semana Santa. Asistí con mi patrona a la misa en la Catedral de la Almudena donde se hacia el rito penitencial comunitario. El templo estaba repleto y no había prácticamente un lugar para nadie. A duras penas logramos exprimirnos en un banco para participar en el evento. En la segunda parte las personas se distribuyeron en los diversos confesionarios donde muchísimos sacerdotes estaban confesando.

Yo me quedé cuidando el puesto de mi patrona mientras ella se confesaba, y cuando regresó ella cuido mi lugar y fui a confesarme. Busqué la fila que me pareció menor. Al llegar mi momento me presenté ante el sacerdote, mi corazón quiso explotar. Tenía frente a mí al sacerdote que había visto en mis sueños, así lo sentí. Al escuchar sus consejos y sus palabras el gozo de mi alma fue indescriptible. Por supuesto, ahí le cayó tiña. Le dije que no quería perderlo, que necesitaba seguir en contacto y desde entonces nos vimos al menos semanalmente.

El sacerdote Enrique Rexarch Morales, que Dios lo tenga en su Santa Gloria fue mi guía espiritual y confesor todo el tiempo que estuve en España y lo considero uno de los más grandes regalos que el Señor me ha dado en mi vida. Lo recibí no por merecerlo, sino por la gran misericordia de Dios.

 El padre Enrique servía como confesor en Fátima tres meses al año, era confesor de un convento, y fue el confesor de un obispo o cardenal español, no recuerdo bien, que estaba en proceso de beatificación. No tengo duda alguna que el Padre Enrique esta hoy en el reino de Dios, porque con lo amante que era de la Virgen María, ella nunca dejaría de pedirle a su Hijo por él. Cada gesto y palabra del padre Enrique era de santidad. A sus más de ochenta años celebraba unas misas hermosas, le llevaba a invidentes católicos semanalmente textos católicos que el mismo grababa en una vieja grabadora, escribía sobre diversos temas de la fe, tenía muchas personas que se confesaban con el regularmente, era imparable.

Yo he sido testigo que si hay hombres y mujeres sinceros de corazón amoroso que se entregan con desprendimiento y dedicación al servicio del Señor. Que Dios bendiga al padre Enrique y a todos los sacerdotes y monjas. Ahora que nos acercamos a la semana mayor, la Semana Santa, ratifico la certeza que Dios nos ama y vive con nosotros, que Jesús resucito y está presente en el Sagrado Sacramento del altar.

Les deseo que vivan una profunda y renovadora Semana Santa.
Estela Teresita  Delgado

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