
El pasado fin de
semana, el sábado 3 y el domingo 4, en mi parroquia de Santa Inés se realizó de
ceremonia de la primera comunión de los niños que ya estaban listos para
recibir ese sacramento. Respondiendo a la solicitud que hiciera la dirección de
educación religiosa me presenté una hora
antes de la misa, para apoyar como
voluntaria en lo que necesitara ese excelente equipo que ha estado involucrado
en la preparación de los niños.
Al llegar a la capilla
de la iglesia me asignaron la responsabilidad de hablarles a los niños,
preparándolos en los últimos momentos antes de recibir el sacramento. Así las
cosas pronto me encontré a un costado del Santísimo Sacramento, frente a una
audiencia hermosísima. Mientras hablaba de Jesús miraba sus rostros atentos, su
tierna inocencia, y todo lo hermoso que podría germinar de aquel grupo. Esos
instantes fueron un regalo enorme.
Cuando las catequistas
tomaron las riendas del evento me dirigí al edificio principal donde se
realizaría la misa y comencé a colaborar dándole la bienvenida a los que
llegaban para participar en la eucaristía.
En cuanto comenzó la
misa la dinámica cambió: todo se centraba en el encuentro personal con el
Señor. Allí le hablé de mis dudas, de mis problemas y de mis angustias,
justificadas o no. Pero hablé con toda
sinceridad, buscando una señal, un camino. Lo cierto es que estoy pasando por
momentos de retos personales importantes.
La misa fue maravillosa
y emocionante como siempre. Al finalizar de la ceremonia aplaudimos a los
niños, y llamaron a los catequistas para reconocerles su labor e
inexplicablemente pronunciaron mi nombre. Caminé aturdida hacia el frente y me
entregaron un hermoso ramo de rosas rojas.
De haber sido
catequista, y de haber ocurrido esto en otra época me hubiera preguntado el por
qué alguien recibía un regalo inmerecido.
Es decir, hubiera reaccionado como el hermano mayor en la parábola del
hijo pródigo. Hoy sé que en las cosas de Dios las cuentas son otras.
Esas rosas me han dado
una esperanza, me han ratificado que el Señor quiere que trabaje para Él, y ha
hecho un llamado a mi responsabilidad. Al tener el ramo en mis manos comprendí
que ese era un mimo del Señor. El camina con nosotros en todo momento, nos guía
y nos apoya siempre que acudamos a Él. Los que no le conocen se pierden lo
mejor de la vida, y da verdadera pena que no lo sepan.
Le pido al Señor que
bendiga a la directora de educación religiosa, a las catequistas, al sacerdote
de mi parroquia y a todos los sacerdotes y fieles involucrados en la formación
religiosa. Gracias Señor por haberme escogido, por haber pronunciado mi nombre.
Jesús, te amo.
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